"Marea en tres tiempos", de Amalia Quiroz Pedrazas, por María Teresa de Vega Díaz


Podemos empezar diciendo que este poemario es la historia amorosa de su protagonista.
Que en muchos casos es la espina dorsal de una vida. Tantas veces, el importante amor empuja hacia caminos impensados, o en casos agudos, tuercen definitivamente la existencia de una persona. A pesar de la sabiduría contenida en la frase del filósofo (Heráclito) libremente aplicada a nuestro caso: todo se dispersa y se recompone de nuevo, que es, felizmente, el caso de nuestra heroína.

Y todos sabemos que en el transcurso de los secuestros por parte del Amor, se tienen toda clase de sentimientos, que agitan el vivir. Amores y desamores que zarandean a los que aman. Y el mundo se hunde, desaparece todo su esplendor, sus dulzuras cuando el amado abandona y desaparece. No hay armonía, hay caos. Hay sufrimiento.

Del sufrimiento a causa del amor se ha interesado la literatura. Denis de Rougemont, nos insiste que en el llamado «Amor Cortés», del siglo XII, el amor es sufrimiento. Sufrimiento querido, ahí su singularidad. Lo que se busca es la dolorosa intensidad del sentimiento. (Expresa la obsesión del europeo de conocer a través del dolor. Aquí la superación no se dirige a una liberación de los sentidos, sino a la dolorosa intensidad del sentimiento). En el lado opuesto, están quienes no quieren amar precisamente para no sufrir las posibles desventuras. La clarividente mitología griega, se ocupa también de este caso. Aquellos quieren permanecer como las ninfas de Diana, dedicadas a la música y ajenas al amor, y por tanto a la variable Fortuna y al Tiempo.

A la orilla del agua, hasta nosotros, seres de tierra, llegan las mareas. Nos alcanzan, nos inundan. Simbolizan, cuando la marea es alta, el estado exultante de una pasión ardorosa, la marea « cubre» al amante. En la bajamar, el mar se retrae, parece asustado de anegar la tierra; se aleja. De modo simbólico, de estas mareas nos habla nuestra autora.

Veamos esos tres tiempos. El primero se titula «Volviendo al mar». ¿Qué es lo que contiene? Atraviesa este tiempo un aire pesimista. Oímos acordes sobre la inclemencia del mundo, al que la poeta pregunta por las heridas, las pesadumbres de la existencia. Y por su propio caso de amor frustrado, del que aparecen ecos, ecos de ese inmenso vacío que sustituye al espacio en que batían sus alas los pájaros del amor. Y con los que la enamorada se identifica, pues esas alas imaginarias le permitían volar. Pero no supo ser gaviota, nos dice, y en su depreciación, solo se ve como arena. Esa arena que sabemos innumerable, donde al cabo nuestras huellas se pierden. Es más, se ve como la arena que cabe en su huella, esa pequeñez de su paso por el mundo, en el que quiso dejar una señal, la de alguien que pasó por él, y se le niega. Insuficiente también para contener esa mítica encarnación de la mujer, una sirena. En «No supe» declara esa insuficiencia: ni pájaro ni sirena.

Estamos, pues, cara a cara con la desilusión, la esterilidad, el olvido de los sueños. Estamos lejos de esa estación del año en que todo renace y canta. Recuerda a esos poetas pesimistas del Barroco español, a los que todo se les convierte —en ceniza, arena en el caso de Amalia—, en humo, en nada. Humo como el de ese cigarrillo, que se desvanece en el aire. Y un pensamiento que la afirma en esa nada, en la irrelevancia existencial del ser humano: ese mundo que tantos disgustos y pesares nos proporciona, a nuestra muerte seguirá sin nosotros con total indiferencia.

El desánimo la lleva a preguntarse quién es. Y la primera respuesta es la de que es como la muerte, y enumera los motivos: está en un país que no es el suyo, no está en su sitio (otra corriente en ese mar: la extranjería), sin amigos, sin amor, sin destino, con añoranza de su tierra, «el andino sueño», como ella lo llama. Sin embargo, vemos renacer la promesa de que será «ser de estrella»; le queda energía para esperar al sol, desnuda, para volver a empezar desde niña, estado en que volverá a dormir plácidamente sin que el insomnio corroa su beatitud.

Esta primera parte nos deja con su deseo de volver, para morir, a su origen, al mar. Agua, nácar, luna, viento son los elementos que la llaman, a la protagonista transfigurada, con ojos blancos de sal, negros de muerte.

En la segunda parte, «A cielo abierto», entramos en otro ámbito. En este aparecen las dulzuras que se aprecian en los tiempos con amor, o al menos sin desamor, que ya ha pasado al olvido. Entonces, brilla el sol y hay ilusión, esperanza, protección. Existe la placidez, se sienten los aromas, se ven las estrellas, y para el amor se imagina la eternidad. Reina el optimismo y los días traen ofrendas de paz, tibieza, bondad. Como pueden ver, todo el arsenal de la dicha que podemos disfrutar en el mundo. Más allá de esto, pues el cielo se le abre, tendida sobre la tierra descubre la grandeza del universo, su resplandor, la música que viene de lo profundo de la naturaleza, como la que viene de esa ola, que nos maravilla con su cántico de sal, en magnífica imagen de la poeta. Y por supuesto, nuestra pequeñez. Todo un renacimiento que se viene como una iluminación, y se expresa con cierta euforia por el momento sentido y comprendido, abarcado en la medida en que puede conseguirlo el ser humano.

Así pues, lo que fue, con su carga de tormentos y muerte, ha quedado atrás, fue un mal sueño. En busca del nido —que imaginamos es el de su tierra natal, al cual no renuncia y al que espera retornar—, a la espera, sabemos que la autora vive en nuestra isla. A ella le dedica un poema Alma insular, que siente y describe como isla de sol, de lava, de arena negra. De orillas, de olas, de calima que la abrazan. La isla le ofrece, pensamos, algunos elementos de naturaleza que Amalia Quiroz ama, fundamentalmente, mar y sol.

La tercera parte, «La playa del deseo» es de naturaleza erótico-amorosa. Ahora aparece el amante verdadero, el Gran Amante, y ella será el puerto donde este amarre y «clave» su seña. Una imaginería erótica enhebra sus versos. Resaltamos la construcción de este poema y el titulado «A capa y espada», donde la simbología se conduce feliz, se va expandiendo por todo el poema. En el primero, el puerto, la barca y el amante; en el segundo, asistimos a un baile apretado que desata la pasión en la pareja. La espada, símbolo del miembro viril, quedará vencida finalmente por la mujer, después de que esta lo despoje de su capa de caballero.

Para hablar de esta poderosa marea del tercer tiempo, quiero referirme a lo que María Gutiérrez dice en el prólogo porque sintetiza muy bien lo que encierra. La voz poética femenina convierte el cuerpo masculino en objeto de deseo, e insinúa, seduce, busca, excita, satisface… expresando con absoluta libertad y sin tamices el deseo sexual. Y cómo, sigue diciendo, esta manifestación ha sido privilegio exclusivamente masculino. En esta posición adelantada, se encuentra Amalia Quiroz, que expresa sentimientos y emociones comunes a todas las mujeres, sin cortapisas.

De las tres mareas (la del sufrimiento; la del renacer de la esperanza y la ilusión, atrás el desamor; y la del amor-pasión encontrado, realizado), los lectores se identificarán más con una que con otras. Todas ofrecen vida de un ser que ama y desea. Todas nos presentan una mujer real, con auténtica y singular voz. Todas nos invitan a pensar en esa necesidad corporal del otro. De los cuerpos que se atraen y anhelan fundirse, regidos por Eros, que no solo gobierna el deseo humano, sino que está detrás del impulso creativo de la naturaleza, y que asegura, según los antiguos, la cohesión interna del Cosmos. El microcosmos que encierra este poemario les satisfará por su coherencia, su belleza y verdad. Adentrarse en él, significa acompañar a Amalia en su tarea de darle un sentido personal al mar, que, más allá del consuelo y la sensualidad que representa, de su frescor y de la libertad que inspira, engañosamente, creo yo, pretende que cada rompimiento de sus olas es una respuesta. No hay más respuestas que las que hay, solo queda la fusión mística con aquello en que encarnamos la pregunta. Y la poeta, como nosotros, como ese Jung que encabeza el libro, nos quedaremos con ellas, las preguntas, seremos sus guardianes (honrosa tarea), porque no somos capaces, todavía, de responderlas. (Jung) Considero que la poeta Amalia Quiroz Pedrazas es una de sus más firmes inquiridoras, un guardián sensible, de probado buen hacer, en la que depositamos la confianza de que, cual antorcha olímpica, en ella seguirá ardiendo la pregunta.

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